Los domingos vuelven a parecerse a lo que fueron durante años: a partir de las 5 de la tarde te subes al metro y el domingo se arrastra con el sol que pierde calor y gana colorido. Cuando las calles se quedan quietas y me asomo por la ventan a mirar la esquina mugrienta de Chacabuco con Catedral, pienso y recuerdo y siento una melosa soledad. No dan ganas de escuchar música, ni de ver televisión ni preparar la semana. Caminaría lejos, con una manguera a presión, lavando el asfalto lleno de papeles, bolsas, basura... El Barrio Yungay esta bien, pero más higiéne no le vendría mal: menos grafiti, menos basura, menos curados y vómitos y muros meados...
Los domingos todo se detiene, y los murmullos del alma se imponen a las preocupaciones: hay tiempo, hay tiempo, pero nada que hacer...Sólo con los recuerdos y el té, las verduras, la fruta y la olla con el arroz... La ciudad adquiere cualidades oníricas, y la melancolía sube desde el asfalto como vapor, para ser respirada, para pesar en el corazón y fijarse en los pasos de las personas, los bastones de los viejos, las cortinas corridas de los negocios, la penumbra que se alarga por los edificios y la Quinta Normal que se vacía... Solo espero que este día de vuelta la página, que sea lunes, que todo empieze otra vez. Lo único que me convencería de lo contrario es encontrar al viejo perro blanco, el perro de la lluvia...
lunes, 13 de abril de 2009
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