jueves, 9 de agosto de 2012

El Escepticismo

No huelga decir que el escepticismo puede versar sobre otros temas además de contenido del conocimiento y su conexión con los hechos. El escepticismo puede versar sobre las acciones del hombre - lo que implica un juicio de valor acerca de su alma: se desconfía de la naturaleza humana, como en filosofía y ciencias se puede dudar de la "adequatio rei et intellectus". La experiencia apunta a que  el "fenómeno hombre" (el objeto fenoménico que existe fisicamente, habla, se mueve, actua) y el "noumeno hombre" (aquellas que expresa por sus palabras - la caja negra del behaviorismo o el noumeno hombre: el alma, la mente, como se quiera llamar aquella evanescencia que inducimos para tratar de explicar las acciones concretas y reales: un fantasma metafísico al fin y al cabo) parecen no coincidir. 

La historia del escepticismo en la vida de los hombres pasa por etapas, ligadas a la edad y el tiempo de contacto con las realidades de este valle de lágrimas. Sin embargo, puede reducirse a dos formas, una que parece cumplirse siempre; la otra es posible, dependiendo de como el noumeno que llamamos "yo" digiere la experiencia. 

1) La primera forma del escepticismo esta volcada hacia afuera. Se suponen una serie de "valores", "principios", "códigos", etc. que se llaman "buenos/malos", "correctos/incorrectos", que debieran trasuntar la conducta evidente de los hombres. Uno empieza, por la experiencia, a dudar que los hombres realmente se guien por esos valores, por mucho que se excusen y los pregonen como la base de su conducta.

Esta primera forma, sin embargo, tiene el interesante matiz de basarse en la creencia en dichos valores y principios - y, más interesantemente, n la creencia que nosotros sí somos la encarnación de ellos: es el escepticismo típico de aquellos que juzgan a los demás. El juicio moral, al igual que la legislación, presuponen la falta. La siguiente forma de pensar es verosimil en este contexto:

No existe legislación para el tráfico espacial, como hasta hace unos diez años no existía legislación sobre informática. Esto, porque al no haber experiencia de acciones ilícitas en estos ámbitos, no puede haber legislación. La legislación implica la experiencia de la falta y la necesidad de refrenarla. Por ende, la legislación presupone la falta, y la existencia de leyes regulando la convivencia de los hombres es que estos son "intrínsecamente" malvados - El leviatán siempre tiene la espada y la balanza: juicio y castigo son los sacramentos de la vida social, de la decencia, de la legalidad y del bien. Sin ellos, no exisitirá el bien en el mundo... Así lee el mundo el juez, el legislador, el abogado...

El juicio moral, y la superioridad moral impican el mismo mecanismo: las personas son intrínsecamente malvadas y reprobables: por ende merecen el juicio que se emite sobre ellas: si no son culpables de vicios reprobables, homicidio, libertinaje, lo son de otras cosas como hablar por la espalda, decir una cosa y hacer otra... La persona que enjuicia al resto siempre esta esperando la caída y la falta.

Pero esta persona basa su juicio en una superioridad: todo juez siempre se pone en la altura, mirando desde su estrado a los hombres que están allá al frente. Lo protege el martillo y la potestad de la ley o del juicio moral, emitido en nombre de la bondad y la decencia y miles de otras cosas.

La mirada escéptica típica de los adolescentes y jovenes, las viejas beatas, las personas "decentes" esta volcada esencialmente hacia afuera: juzgamos lo que pasa a nuestro alrededor, emitimos juicio, sólos o en la compañía de amigos alrededor de la cerveza, con la certeza que "ellos" son así... Pero "yo" no... Esta mirada nunca mira hacia adentro...

La segunda forma de escepticismo es justamente cuando la mirada crítica se vuelca hacia uno mismo y su ser nouménico: somos desconocidos para nosotros mismos porque siempre estamos mirando hacia afuera. Nuestro noumeno tiene toda serie de defensas para nosotros y nuestras acciones: no perdonamos las debilidades de nadie excepto las nuestras, y con nadie somos comprensivos excepto con nosotros mismos, y nos cegamos a la evidencia fenoménica y la olvidamos, acomodamos, terjiverzamos:

"Dice la memoria: 'yo he hecho esto'. Dice el orgullo: 'yo no puedo haber hecho eso'. Al final la memoria cede."

Pero a veces, por aquí y por allá, el noumeno percibe al fenómeno tal cual es: y se da cuenta que él tampoco la manifestación en el mundo de la virtud y la moral (sea cual sea la que entienda). El escepticismo se vuelca hacia adentro.

Entretengo la posibilidad de que Cristo fuese este tipo de escéptico. Su doctrina apunta a eso: el moto "ama a tu hermano como a tí mismo" resuena en mis oídos a "perdona a tu hermano como te perdonas a ti mismo". Mal que mal, somos la misma estirpe despreciable y voluble, todos ciegos, escupiendonos unos a otros en la ilusión de nuestra personal probidad y la falta de la misma en los otros. Una vez que el otro se vuelve el espejo de uno mísmo, quedan varios caminos. El de Jean Baptiste Clamence siendo uno sumamente interesante: juzgarse y condenarse públicamente a uno mismo, para así poder juzgar a los otros. El truco es pasar de "yo" a "nosotros". Pero Cristo ofrece otro, difícil e improbable como el de Buddha o de cualquier derviche que haya predicado la salvación a los hombres, pero mejor que el severo camino de occidente: revertir la fórmula de la ley. Si la legislación y el poder de la espada son del Cesar, y este camino es la condena y la culpa y la mirada vigilante y lista para vertir nuestra sangre de ser necesario, y este camino dice "el hombre es intrínsecamente malo, y la bondad en el sólo sale de la coacción y el miedo" (mal que mal, el leviatán se arroga los instrumentos de los hombres iracundos, elevandose como el mayor matón de todos, que se impone a los demás por la mera fuerza y por eso establece un orden de respeto y civilidad)... Si esto es así, entonces la salvación consiste en la cara opuesta a dicha moneda: "el hombre es intrínsecamente bueno, aunque a veces o casi siempre obra el mal".

(continuará)

viernes, 3 de agosto de 2012

Un Despropósito

Lo impulsó un día su hastío de sí y de los demás. Otros, con determinaciones similares y cansancio similar de sus congeneres, según recolectó de anécdotas varias, cambian de país, optan por retirarse ya sea tras la sotana, la virtud de la ascética, las comunidades ecológicas... Los más osados terminan navegando en grandes barcos mercantes o en África haciendo quien sabe qué. Su caso también era diferente, por el hecho adicional de que estaba deshauciado.

Hastiado como estaba también de si mismo - no sólo de los demás, como sus congeneres virtuosos, optó por el camino opuesto a estos. Dejó como todos el trabajo y su familia y las amistades - de un plumazo, sin explicaciones, se desvanenció. Ubicado en otra ciudad, encontró su solaz en los lugares de la decadencia y entre la escoria. Alternó alcohol y nicotina, sexo (gratuito las menos, pagado las más de las veces) y toda una farmacopea de estimulantes, depresivos... y lentamente se fue perdiendo en el olvido de sí... y con el olvido fue perdiendo sus trabajos, su dinero, su respetabilidad... Rápidamente, cuando el dinero empezó a escasear y su salud a romperse, pudo mudarse a una residencia digna de su afán: una pequeña pieza de muros cebientos, baño común compartido con proxenetas, traficantes, anarquistas, adolescentes. Se sintió complacido cuando el dueño (un hombre bajo, gordo y de mirada sórdida) le dijo que no había contratos, que debía pagar el primero de cada mes, y que el alquiler incluía el agua y la electricidad - un día de atraso y quedaba en la calle (además de informarle que no se respondía por ´robos y que era su responsabilidad como resguardar su espacio): supo que nadie iba a hacer preguntas y que lo dejarían a sus anchas. Aunque ya el dinero era muy difícil de conseguir, el alcohol y la nicotina y la renta podían costearse con los trabajos cada vez más escasos y efímeros que podía conseguir, y se sintió contento de encontrar un lugar donde hundirse... Pero había una pareja de ancianos que también habían terminado sus días en semejante residencia.

Cada noche se sentaba frente a su ventana: asomaba a un patio interior común al que daban todas las ventanas. Allá, cuatro pisos más abajo, se amontonaba la basura, las ropas en bateas esperaban ser fregadas remojándose eternamente y un par de niños mugrientos jugaban con los mocos colgando entre la ropa tendida, todas las noches igual, mientras se escuchaban voces y gritos con toda clase de acentos y proveniencias saliendo de las ventanas con maceteros, ropa estilando, siluetas fumando y un par de viejas que se gritaban de un lado del patio al otro. Su ventana daba a la de los ancianos: los estudiaba cada noche, como postrera entretención, mirado desde la oscuridad. Todas las noches, a eso de las diez, el viejo sacaba de debajo de un armario un maletín. Lo ponía con todo cuidado sobre el destartalado tocador que ella tenía. Un espejo ya empañado por los años recogía la imagen de la anciana, que con trémula dedicación, sacaba del mismo armario un vestido para ponérselo, instalarse frente al tocador y pintarse, mientras el viejo abría el maletín, que contenía un gramófono, y ponía un disco de vinilo. Luego, el viejo se sentaba y miraba a su mujer, de carnes flácidas y pelo gris arreglarse, se ponía un sombrero de fieltro y un pañuelo de seda.

Bailaban tango todas las noches. Ese invierno fue feliz, porque era hermoso verlos mientras caía la lluvia, y los acordes y el canto llegaban como por detrás de las goteras. El resto de las ventanas se cerraban, los niños se guardaban y descendía el silencio sobre el cuadrado central. Esos meses pudo, mientras su cuerpo colapsaba vomitando sangre en el escusado y tosiendo y demarcandose, escuchar bandoneones y violines, y presenciar el amor que llega hasta el final, como sus abuelos alguna vez. Meditó ese amor rigido en las costumbres que ya no son rutina sino la realidad de la dependencia mutua y una vida entera compartida: ritos que son todo, sobre todo de viejo, cuando no queda nada más que el otro y los rituales en común y la vida se vive mirando hacia atrás - queda aferrarse a la repetición de lo único familiar, al único rostro que permanece, la sobrevivencia y el encierro en ese pasado que es todo para las pobres almas sobre las que pesa la cercanía de la muerte. Meditó en lo que veía repetirse noche tras noche, pensó que el alma se aferra a algo ya que el no tener ataduras y yugos y costumbres es demasiado solitario, que los hombres (y las mujeres) no se soportan a sí mismos: al ser libres comienzan a detestar la vida y el peso de los minutos - la vida necesita algo que la encuace y la contenga, porque sino es informe y nociva. "No servimos para la libertad y por eso corremos a los brazos de las mujeres, a llenar las horas con el trabajo, o a olvidarnos en cualquier entretención". Medito sobre el amor e incluso sollozó un par de noches, ebrio con ron y con el pasado. La botella bajaba hasta quedar vacía y en el cenicero se acumulaban hasta reventar colillas de cigarros; la borrachera traía el sueño y el alivio del dolor, y los viejos bailaban lenta y torpemente.

Pasaron así varios meses. Esperaba todas las noches ese momento, ávido. Sintió que los acompañaba en el descenso a la tumba: Ellos habían concluido ya con largeza su tiempo, sombras vueltas al recuerdo, congeladas en su romance  sin lugar en el mundo, cobijados bajo el sombrío santuario del caserón decadente y sus goteras, cortocircuitos constantes, baja estofa, mugre, ratones; él, a fuerza de la voluntad de hierro, relegándose para desaparecer pronto, sin escándalo... Llegó la primavera, y luego el verano.

Hasta que una noche calurosa los viejos no abrieron los postigos y sintió la ausencia del gramófono y de los viejos, y la realidad lo abofeteó: los gritos y risas y peleas que atravesaban los muros y entraban por la ventana, y el olor rancio de su pieza, que, con decisión, había dejado de asear. (No había sabido, dormido como siempre bajo el calor y la borrachera constante, que la vieja había sido llevada en una camilla, con el viejecillo detrás, con su bastón y las lágrimas que no terminaban de caer por su cara, llena de surcos). Pasaron dos días, y esperó paciente frente a su ventana. Con desazón empezó a elucubrar miles de posibilidades. La creciente desesperación, vino con un sentimiento de abanadono, de quedarse totalmente sólo... Pero por fin, tras cuatro noches eternas, la ventana se abrió. Sonó el gramófono, el viejo se paró frente a la ventana.

"La tarde es gris
hoy quiero soñar.
-Quien fue feliz
sabe recordar...-"

  Mientras tosía y sentía desgarrarse algo adentro, sintió la felicidad olvidada que sintió de niño cuando encontró un juguete que había desaparecido por semanas, y otra vez cuando volvió un amor que creyó perdido. La anciana no estaba. Se dió cuenta que durante esos días ella había muerto. El viejo se paseó; se inclinó sobre una palangana y mojó los pocos cabellos que le quedaban, abrió un pote y se untó gomina en el pelo.

"¡Dice la vida:
lo que se fue no vuelve!...
Canta el ensueño
que ha de volver"*

  Con la parsimonia y el anqulosamiento de los años, tomó su sombrero, se paró frente al espejo, se lo probó, se acomodó el pañuelo al bolsillo superior de la chaqueta, lustró y luego se puso unos zapatos con polainas. Miró el vestidor con los maquillajes. Por primera vez se dió cuenta los viejos tenían una foto. Quiso imaginarla en blanco y negro, en una tanguería, jóvenes y felices.

Luego de mirarse al espejo y dejarse pulcro, presentable y hasta elegante, el viejo se paró frente a la ventana, esperando hasta que terminó la música. Ante su mirada espía, la mano del viejo sacó una pequeño pistola del bolsillo de su chaqueta. No hubo duda, no hubo vacilación, y el viejo, por primera vez, miró sereno en su dirección, le sonrió y sonó el disparo.

Comenzaron el alboroto y los gritos. Cerró veloz los postigos para que nadie supiera que había sido testigo, y abrió la segunda botella. La tomó por el cuello y brindó por los viejos y por su amor. Sintió que era el momento, sintió que lo último se había ido. El mundo, derepente un instrumento hermoso y lleno de propósito, empezó a nublarse y a retroceder.

Un olor pestilente proveniente de la pieza 43 alertó a los residentes. Tocaron y no atendió nadie. Al fin, alguien derribó la puerta: un hombre de mediana edad yacía en el suelo boca arriba. Dos botellas de ron yacían vacías en el suelo mugriento de manchas y grasa, como la camisa, la cama, los muros y las moscas se cebaban volando de un lado a otro (algunos inquilinos quedaron decepcionados porque no encontraron mucho que llevarse). Alguien llamó al dueño, quien a su vez llamó a la policía (cuando llegaron, en un segundo el pasillo estaba vacío y quedó el dueño y un par de personas más) y a un médico. El occiso Tenía un papel en la mano, una anotación garrapateada, quizás de algún libro, aunque en entre sus cosas no se encontró libro alguno "...aún en la sombra, busca la luz". La revisión rápida del cuerpo dictaminó que se había ahogado en su propio vómito.

*"¡Adiós Querida!": C Volpe/H Salgán
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