miércoles, 10 de agosto de 2011

Mid winter Lust

Hay estudiantes y gente encapuchada irrumpiendo en el diario darse de las cosas. Se siente en el aire. La clase política is loosing its grip y la sociedad explota en un crisol disonante de voces, como una orquesta afinando. A nadie le gusta el gobierno. Estudiantes y encapuchados se toman las calles, unos marchan mientras los otros se descuelgan para quemar comercios, incendiar autos, arrancar semáforos de cuajo mientras esperan que llegue la policía. El orden invocará una vez más la retórica de los carros lanza agua, las lacrimógenas, las lumas. El argumento de fondo es el siempre efectivo recurso a la fuerza anti motines.

Algo un poco más de fondo se percibe bajo todo esto, aunque nadie pueda señalarlo claramente. Chile ha mudado de piel y los conflictos por mucho tiempo administrados con soltura tecnocrática y retórica diletante desbrozan los goznes de la máquina. Por un segundo pienso que la democracia representativa ya ha agotado sus posibilidades, y, si Gramscii estaba en lo correcto (todo orden se sobrepone a las crisis hasta que agota todas las posibilidades en él contenidas), se acerca al comienzo de su declive.

Pero en realidad todo esto no me interesa hoy, porque mientras tanto, la vida sigue imperturbable, y lo noto mi cuerpo, que se obstina en sentir hambre a esta hora de la tarde. Este olimpo bancario, sobre un veinteavo piso, es tierra fértil para mi imaginación, sobre todo teniendo un puesto al lado de un ventanal. Veo con perspectiva de ave una ciudad vuelta maqueta:  allá afuera, distribuidas en los edificios y las calles que se ramifican bajo el aire ennegrecido, las personas trabajan, copulan, compran, venden, se insultan, se aman, se asaltan y se ayudan unas a otras... Si tuviera un par de binoculares, podría descubrirlos, pero sobre todo me gustaría descubrir a una chica regando unos maceteros en su balcón con un vestido amarillo y el pelo tomado. Su piel esta tostada, sus caderas son anchas, se agacha a cambiar el dial de la radio. Es baja y no tiene más de 32 años. Deja las noticias puestas mientras allá abajo, encapuchados y policías se trenzan, piedras y molotof contra gases, lanza aguas, lumas... Comulga conmigo en la indiferencia a lo que está ocurriendo. Riega sus plantas mientras se toma un combinado (vodka tónica) y fuma con esmero un cigarro tras otro.

De pronto, toma unos binoculares, se apoya con relajo (ya esta algo ebria) contra el barandal y comienza a escrutar la ciudad. El sentimiento de hermandad me saca una sonrisa y la posibilidad que se vaya hacia adelante acelera mis latidos. Se detiene ante mi ventana. Se los quita de enfrente de los ojos y saluda con la mano. Con rapidez  respondo mientras ella vuelve a mirar. Luego, apaga un cigarro y señala la ventana al lado del balcón. Entra. Las cortinas de la ventana recién señalada se abren. La chica mira por los binoculares. Aún estoy ahí.

En la oficina, todos se van yendo. El día comienza a declinar y sobre la ciudad convulsa se despliegan nubes naranjas que se arrastran lentamente, raspando el cielo.  Mejor. nadie llegará a preguntar qué hago con un par de binoculares.

Enciende la luz, se para frente a la ventana y para mi felicidad, regocijándose en una hábil parsimonia, se quita uno a uno los zapatos, el vestido, las medias, el sostén... Desnuda finalmente, se para un momento y mira en mi dirección. Me lanza un beso y cierra las cortinas tras de sí.

Los afanes de la humanidad son transitorios. Cualquier cosa que obedezca al arte, la técnica o el esfuerzo de entender, manipular y cambiar, son finalmente fútiles. Sólo tienen importancia las cosas invariables, aquello que no podemos cambiar: el cielo sobre las ciudades, los ciclos del año, la muerte. Nos hermana con la naturaleza lo que hay de inmutable en nosotros, lo que de nosotros no está sujeto al arbitrio y arruina las utopías de estos pobres pendejos soñadores y de los parcos tecnócratas que los reprimen: comer, dormir, matar, sobrevivir... el deseo. 
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