viernes, 3 de agosto de 2012

Un Despropósito

Lo impulsó un día su hastío de sí y de los demás. Otros, con determinaciones similares y cansancio similar de sus congeneres, según recolectó de anécdotas varias, cambian de país, optan por retirarse ya sea tras la sotana, la virtud de la ascética, las comunidades ecológicas... Los más osados terminan navegando en grandes barcos mercantes o en África haciendo quien sabe qué. Su caso también era diferente, por el hecho adicional de que estaba deshauciado.

Hastiado como estaba también de si mismo - no sólo de los demás, como sus congeneres virtuosos, optó por el camino opuesto a estos. Dejó como todos el trabajo y su familia y las amistades - de un plumazo, sin explicaciones, se desvanenció. Ubicado en otra ciudad, encontró su solaz en los lugares de la decadencia y entre la escoria. Alternó alcohol y nicotina, sexo (gratuito las menos, pagado las más de las veces) y toda una farmacopea de estimulantes, depresivos... y lentamente se fue perdiendo en el olvido de sí... y con el olvido fue perdiendo sus trabajos, su dinero, su respetabilidad... Rápidamente, cuando el dinero empezó a escasear y su salud a romperse, pudo mudarse a una residencia digna de su afán: una pequeña pieza de muros cebientos, baño común compartido con proxenetas, traficantes, anarquistas, adolescentes. Se sintió complacido cuando el dueño (un hombre bajo, gordo y de mirada sórdida) le dijo que no había contratos, que debía pagar el primero de cada mes, y que el alquiler incluía el agua y la electricidad - un día de atraso y quedaba en la calle (además de informarle que no se respondía por ´robos y que era su responsabilidad como resguardar su espacio): supo que nadie iba a hacer preguntas y que lo dejarían a sus anchas. Aunque ya el dinero era muy difícil de conseguir, el alcohol y la nicotina y la renta podían costearse con los trabajos cada vez más escasos y efímeros que podía conseguir, y se sintió contento de encontrar un lugar donde hundirse... Pero había una pareja de ancianos que también habían terminado sus días en semejante residencia.

Cada noche se sentaba frente a su ventana: asomaba a un patio interior común al que daban todas las ventanas. Allá, cuatro pisos más abajo, se amontonaba la basura, las ropas en bateas esperaban ser fregadas remojándose eternamente y un par de niños mugrientos jugaban con los mocos colgando entre la ropa tendida, todas las noches igual, mientras se escuchaban voces y gritos con toda clase de acentos y proveniencias saliendo de las ventanas con maceteros, ropa estilando, siluetas fumando y un par de viejas que se gritaban de un lado del patio al otro. Su ventana daba a la de los ancianos: los estudiaba cada noche, como postrera entretención, mirado desde la oscuridad. Todas las noches, a eso de las diez, el viejo sacaba de debajo de un armario un maletín. Lo ponía con todo cuidado sobre el destartalado tocador que ella tenía. Un espejo ya empañado por los años recogía la imagen de la anciana, que con trémula dedicación, sacaba del mismo armario un vestido para ponérselo, instalarse frente al tocador y pintarse, mientras el viejo abría el maletín, que contenía un gramófono, y ponía un disco de vinilo. Luego, el viejo se sentaba y miraba a su mujer, de carnes flácidas y pelo gris arreglarse, se ponía un sombrero de fieltro y un pañuelo de seda.

Bailaban tango todas las noches. Ese invierno fue feliz, porque era hermoso verlos mientras caía la lluvia, y los acordes y el canto llegaban como por detrás de las goteras. El resto de las ventanas se cerraban, los niños se guardaban y descendía el silencio sobre el cuadrado central. Esos meses pudo, mientras su cuerpo colapsaba vomitando sangre en el escusado y tosiendo y demarcandose, escuchar bandoneones y violines, y presenciar el amor que llega hasta el final, como sus abuelos alguna vez. Meditó ese amor rigido en las costumbres que ya no son rutina sino la realidad de la dependencia mutua y una vida entera compartida: ritos que son todo, sobre todo de viejo, cuando no queda nada más que el otro y los rituales en común y la vida se vive mirando hacia atrás - queda aferrarse a la repetición de lo único familiar, al único rostro que permanece, la sobrevivencia y el encierro en ese pasado que es todo para las pobres almas sobre las que pesa la cercanía de la muerte. Meditó en lo que veía repetirse noche tras noche, pensó que el alma se aferra a algo ya que el no tener ataduras y yugos y costumbres es demasiado solitario, que los hombres (y las mujeres) no se soportan a sí mismos: al ser libres comienzan a detestar la vida y el peso de los minutos - la vida necesita algo que la encuace y la contenga, porque sino es informe y nociva. "No servimos para la libertad y por eso corremos a los brazos de las mujeres, a llenar las horas con el trabajo, o a olvidarnos en cualquier entretención". Medito sobre el amor e incluso sollozó un par de noches, ebrio con ron y con el pasado. La botella bajaba hasta quedar vacía y en el cenicero se acumulaban hasta reventar colillas de cigarros; la borrachera traía el sueño y el alivio del dolor, y los viejos bailaban lenta y torpemente.

Pasaron así varios meses. Esperaba todas las noches ese momento, ávido. Sintió que los acompañaba en el descenso a la tumba: Ellos habían concluido ya con largeza su tiempo, sombras vueltas al recuerdo, congeladas en su romance  sin lugar en el mundo, cobijados bajo el sombrío santuario del caserón decadente y sus goteras, cortocircuitos constantes, baja estofa, mugre, ratones; él, a fuerza de la voluntad de hierro, relegándose para desaparecer pronto, sin escándalo... Llegó la primavera, y luego el verano.

Hasta que una noche calurosa los viejos no abrieron los postigos y sintió la ausencia del gramófono y de los viejos, y la realidad lo abofeteó: los gritos y risas y peleas que atravesaban los muros y entraban por la ventana, y el olor rancio de su pieza, que, con decisión, había dejado de asear. (No había sabido, dormido como siempre bajo el calor y la borrachera constante, que la vieja había sido llevada en una camilla, con el viejecillo detrás, con su bastón y las lágrimas que no terminaban de caer por su cara, llena de surcos). Pasaron dos días, y esperó paciente frente a su ventana. Con desazón empezó a elucubrar miles de posibilidades. La creciente desesperación, vino con un sentimiento de abanadono, de quedarse totalmente sólo... Pero por fin, tras cuatro noches eternas, la ventana se abrió. Sonó el gramófono, el viejo se paró frente a la ventana.

"La tarde es gris
hoy quiero soñar.
-Quien fue feliz
sabe recordar...-"

  Mientras tosía y sentía desgarrarse algo adentro, sintió la felicidad olvidada que sintió de niño cuando encontró un juguete que había desaparecido por semanas, y otra vez cuando volvió un amor que creyó perdido. La anciana no estaba. Se dió cuenta que durante esos días ella había muerto. El viejo se paseó; se inclinó sobre una palangana y mojó los pocos cabellos que le quedaban, abrió un pote y se untó gomina en el pelo.

"¡Dice la vida:
lo que se fue no vuelve!...
Canta el ensueño
que ha de volver"*

  Con la parsimonia y el anqulosamiento de los años, tomó su sombrero, se paró frente al espejo, se lo probó, se acomodó el pañuelo al bolsillo superior de la chaqueta, lustró y luego se puso unos zapatos con polainas. Miró el vestidor con los maquillajes. Por primera vez se dió cuenta los viejos tenían una foto. Quiso imaginarla en blanco y negro, en una tanguería, jóvenes y felices.

Luego de mirarse al espejo y dejarse pulcro, presentable y hasta elegante, el viejo se paró frente a la ventana, esperando hasta que terminó la música. Ante su mirada espía, la mano del viejo sacó una pequeño pistola del bolsillo de su chaqueta. No hubo duda, no hubo vacilación, y el viejo, por primera vez, miró sereno en su dirección, le sonrió y sonó el disparo.

Comenzaron el alboroto y los gritos. Cerró veloz los postigos para que nadie supiera que había sido testigo, y abrió la segunda botella. La tomó por el cuello y brindó por los viejos y por su amor. Sintió que era el momento, sintió que lo último se había ido. El mundo, derepente un instrumento hermoso y lleno de propósito, empezó a nublarse y a retroceder.

Un olor pestilente proveniente de la pieza 43 alertó a los residentes. Tocaron y no atendió nadie. Al fin, alguien derribó la puerta: un hombre de mediana edad yacía en el suelo boca arriba. Dos botellas de ron yacían vacías en el suelo mugriento de manchas y grasa, como la camisa, la cama, los muros y las moscas se cebaban volando de un lado a otro (algunos inquilinos quedaron decepcionados porque no encontraron mucho que llevarse). Alguien llamó al dueño, quien a su vez llamó a la policía (cuando llegaron, en un segundo el pasillo estaba vacío y quedó el dueño y un par de personas más) y a un médico. El occiso Tenía un papel en la mano, una anotación garrapateada, quizás de algún libro, aunque en entre sus cosas no se encontró libro alguno "...aún en la sombra, busca la luz". La revisión rápida del cuerpo dictaminó que se había ahogado en su propio vómito.

*"¡Adiós Querida!": C Volpe/H Salgán

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